El Cuento del Perro
Estaba sentado en mi banco de la plaza (así digo para mí) contemplando la promesa del día. Me sentí acompañado, vi a mi alrededor y me encontré un perro. Era un perro viejo, cansado, pero con sencillez y dignidad. Recordé cuando Ulises al regresar a Ítaca vio a Argos, su viejo perro de caza. Argos movió su pobre y pelada cola y murió feliz; Ulises se secó una lagrima. Vinieron a mi mente otros episodios de inmortales. Pasaron varios minutos. Sucedió algo que no me he podido explicar. Me llegó a mis manos un texto que les enseñaré y que he leído muchas veces desde aquel día. Aún no sé quien lo escribió. Solo se que cuando lo leí ese día primera vez, voltié a ver al perro, pero ya no estaba. La versión que ofrezco es literal:
“Pronto moriré. La vida de nosotros es la tercera parte de la vida de los seres superiores. Vivimos y morimos sin méritos, por que venimos al mundo a ser el bien, a ser fieles sin ellos signifique pagos en dinero, prebendas u honores. Somos muy fáciles de olvidar. Somos muy fáciles de reemplazar. Somos muy fáciles de enterrar. Sin embargo, yo dejaré una huella que no beneficia a mi clase, pero que ha servido de gloria a un ser. Esa huella nació un día del Corazón de Jesús, día de mucho jubilo, cuando yo me encontraba en los Andes, cerca de la Prefectura, viendo pasar a un ciclista que participaban en una carrera. De repente el que iba de primero al coger la curva se abrió demasiado y se vino hacia mí, me atropelló y él cayó a la acera. Quedé adolorido, él también. Yo me levante primero, él después. Sin faltar a la verdad, diré que cuando el ciclista me vio, lo hizo sin rencor. Yo observé que tenía cara de alivio. Creo que el sabía que ya estaba perdido. Al ciclista le vinieron a socorrer. Aunque no ganó, fue su mejor carrera de su vida. Empezaron para él reconocimientos. Saltó al Salón de la Fama. Un escritor del Pueblo lo eternizó (*). Para mi empezaron los ratos desagradables. Me querían confinar en una cárcel. Me querían castigar. Me escondí. Después me fui a vivir cerca del ciclista. Observe su vida. Dejo de correr bicicleta. La vendió a una mujer de origen europeo, novia de escritor. Ella pagó como si compraba una bicicleta de colección. Después me di cuenta que se metió a sindicalista y no llegó a ninguna parte. No defendía. No reivindicaba a nadie. Después se metió a político. No convencía. Lo ayudaban mucho en los procesos electorales. En las elecciones no sacabas más de tres votos. Cuando me miraba, daba vuelta atrás. El sabía que yo conocía su secreto. El sigue viviendo de esa gloria. La única. Que siga así. Todo gracias a mi. Se lo digo yo, que soy – acaso debo decirlo – el Perro de Israel.
(*) Páginas 39-45. Sin Corazón en el Pecho. Roberto Malaver.
Fundación José Joaquín Salazar Franco

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