Denis Rodríguez

Berta la Peluquera

Antonio regresó al Pueblo después de muchos años de ausencia, se bajó de un carro frente a la Iglesia. Se sentía feliz.  Traía en su mano una pequeña maleta. Preguntó a un niño, donde podía encontrar un peluquero y se dirigió a la dirección indicada. Tocó la puerta, vio el salón donde estaba una silla apropiada para hacer el oficio de peluquería, un espejo pegado a la pared, una repisa donde reposaban tijeras, navajas, brochas y una pequeña ponchera; entró y preguntó:

-¿Hay aquí un peluquero que me pueda recortar el pelo y afeitarme?

-Siéntase cómodo, que una peluquera lo atenderá. Le dijo una mujer que desde el principio le resulto agradable.

Había visto muy poco de Pueblo, pero percibía que mucho había cambiado. Recordó con simpatía a los peluqueros de su juventud: Pedro, Tomas, Valentín, Julio Brusco, Catalino y Perucho el de Marcela, y ahora había peluquera. Se sentó en la silla, se miró en el espejo, se vio viejo, tenía meses que no se recortaba el pelo, ni se afeitaba,  pero estaba feliz, se relajó y se dispuso a que la peluquera le moviera la cabeza de acuerdo a la conveniencia de la práctica del oficio. Sintió una tela caer sobre su pecho, escuchó el sonido de las tijeras y cerró los ojos. Nunca pensó que esa peluquera   lo dejaría medio afeitado.

-¿UD está de paso por aquí? Le preguntó la peluquera. El sonrió, llegó a la conclusión que esta peluquera era igualita a todos los peluqueros que se enteraban de todo que pasaba y no pasaba por las preguntas que hacían.

-No lo sé aún.

Había pasados muchos años y la promesa de esperar que le hiciera su novia no la sabía si se cumplía, ni tenía forma de saberlo. Él regresaba a cumplir la promesa de volver. La promesa de volver tiene sentido si la promesa de esperar está siempre presente y se funden en una sola.

-¿UD sufrió quemaduras graves. Pregunto la peluquera. Le había visto en varias partes de su cuerpo huellas de quemaduras.

-Si, yo estuve en Lagunilla de Aguas cuando sucedió el incendio.

-¿Vio morir mucha gente?

-No vi casi nada, cuando me di cuenta del incendio, ya estaba muy cerca de mí, me cayó una viga del techo en la cabeza, creo que caí inconsciente, me estaba quemando hasta que una mujer me sacó de ese infierno.

-¿Su mujer, su esposa?

-No era mi mujer. Esa noble mujer me rescató creyendo que estaba salvando   a su esposo. Me llevo a Cartagena, Colombia, me cuido mucho hasta que me cure.

-¿Ella no se dio cuenta quién era UD?

-Si, después de varios meses. Ella se consoló, yo le prometí ayudarla, de pagarle todo lo que por mi realizó.  Cumplí mi promesa hasta que los dos consideramos que la deuda estaba saldada y ella comprendió   que debía volver a ser yo, a mis propios sentimientos, mis propias promesas y traspasar la barrera del olvido en la que quizás me encontraba.

-¿Está llorando?

-Sí, lloro al recordar que en un tiempo fui muy feliz.

-¿Con ella, en Cartagena?

-No, con una mujer de aquí, de este Pueblo.

-Entonces vuelve aquí a pagar una promesa de amor.

-Una no, dos promesas.

-¿Dos mujeres?

-Si dos mujeres, las dos muy especiales, muy lindas, por ellas estoy vivo,  pero una es diferente, nada terrenal: la Virgen del Valle.

Berta, la peluquera cayó, sintió pena. Estaba preguntado mucho a ese navegao que le parecía simpático, recordó que tenía tiempo que no hablaba con su Virgencita del Valle, por que sentía que ella la había olvidado. Berta también recordó que ella tenía su promesa. Esperar, esperar. Había esperado mucho. Esperar duele. Terminó de recortar el pelo al navegao, vio su figura en el espejo y el viejo de antes era más joven. Se retiró de la silla y se acercó a la lámina de cuero afilar la navaja para proceder   afeitar. Antonio, por primera vez vio a la peluquera con detenimiento, en un momento pensó que su novia tendría más o menos la edad de ella, deseó que estuviera tan conservada como ella. El agua de jabón y las cerdas de la brochas volvieron Antonio a su posición y nuevamente se relajó. Sintió las manos de la peluquera: eran diferentes, suaves. Berta recortó primero la barba con una tijera, luego agarró la navaja y lentamente   empezó a pasarla por la cara. Sus manos y la cara de ese hombre parecían como que se conocían, al quitar con la navaja los pelos de mejilla izquierda quedó al descubierto una marca, su marca en cara; reparó que de la cuerda negra de cuero guindaba una medalla ovalada de la Virgen del Valle, igual a que regaló el último día que vio con su novio. Es él, volvió. Las manos le templaban, dejó de usar la navaja, no podía seguir, podía cortarlo. Se separó de la silla y se acercó a la lámina de cuero afilar nuevamente la navaja. La afilaba lentamente.  Antonio se tocó la cara y se enteró que aún la peluquera no había terminado y además   le faltaban varias preguntas   por hacerle, entre ellas ¿como me llamo? y ¿de que familia soy? La buscó con los ojos, la miró, preguntó:

-¿Qué le pasa, está UD llorando?

-Yo también lloro por un pasado y un presente de momentos felices.

Antonio se bajo de la silla y se acercó a la mujer, le quitó de las manos la navaja, ella se la dejó quitar, la puso en la repisa, le miró fijamente los ojos, la tomó de los brazos y emocionado le preguntó:

-¿Eres Berta Guzmán, mi Bertica, verdad?

-Si, Toñito, si soy,   te he esperado todos los días de mi vida.

Fundación José Joaquín Salazar Franco

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