AL SIEMPRE PRESENTE JOSÉ JOAQUÍN SALAZAR FRANCO (CHEGUACO), EN LOS 86 AÑOS DE SU NACIMIENTO
Euro Omar Gil
27-07-12
Para escribir estas líneas necesario es volver a la cuadra, la que siempre me aguarda. Esa cuadra inextinguible de inocencias juveniles, la misma locación, las mismas caras, más longevas que jóvenes conocidas. Ahí mi nacimiento, los rústicos juguetes infantiles, viejas y viejos cargando el peso de sus años. Con ellos mis ancestros. Risas que revolotean en el vuelo de los pájaros y su trinar inconfundible. Una paraulata delata al tiempo o un chaure anuncia embarazos ocultos despertando la suspicacia de los vecinos de Tacarigua, combinación perfecta con los lamentos de la Chinigua, caballos fantasmales, ruidos arrastracueros, duendes, chinamos o chinamitos, que nos sonríen en medio de la noche invitándonos a una compañía sin regreso. Así me lo contaron primero mis amados abuelitos, José y María. Pude oír el rezo de medianoche de las ánimas, estremecía los huesos y aumentaba el miedo. Hombres de brío si fueron capaces de seguir a la chinigua y rezar con las ánimas, aunque les diera fiebre al otro día. Nada entendía de lo etéreo, de los cuentos e historias que en tertulias, recién caída la tarde de cada día, emanaban de las mentes sanas, voces verdaderas, lejanas del mundanal ruido, de aquellos viejos de mi comuna que lo hacían, ora debajo del olivo de Chica la de Eduviges González, frente a la Casa de José Doroteo, por los lados de los Giles, ora en cualquier esquina de Toporo o el Conchal. Ahí, muy cerca de Eduviges, la casita, también de barro como muchas otras, de Viviano y su hermana Genarita. Era el espacio interpuesto, la mínima distancia entre el olivo de las tertulias con la casa de Gerónima y Eufemia Franco, madre y tía de aquel hombre, que desde joven conservó su corpulencia y estatura, y debajo de ellas, la nobleza, trato afable, humildad, sencillez de pueblo y una intelectualidad natural, innata. Eso lo comprendí después de tanto verlo y escuchar su voz que muchas veces retumbó en la puerta de nuestra casa, su mano tendida y entre sus manos el vaso que sabía de su entusiasmo, de su propia parranda, que generalmente duraba varios días, sólo que todos en su pueblo que no lo olvida nunca, le guardaban el respeto merecido y la consideración que envolvía la amistad sincera y el compadrazgo parroquial. En esos días comprendí su peregrinar y me quedé pensando en, si yo podría recitar un verso y seguir adelante entre canto y tragos, sin que mi mente desviara el camino que dictaban sus ojos y sus palabras. Tal vez, fue su voz, unida al aliento de mi tío Chus, lo que frenó mis ímpetus juveniles, sanos pero equivocados, enderezándolos y colocándolos en el camino utilitario que emprendí y nunca he abandonado después de aquel imborrable año 1966. El tiempo me fue dando forma, como la alfarera que da sentido a su cerámica cercadeña eterna. Comprendí que es imposible atrapar la vida con forma de pez y menos mantener entre los dedos la cantidad cúbica del mar. Si sé que sólo soy la forma con la que crecí, incluyendo el día que imberbe ofrecí el primer discurso de mi vida el 27 de junio de 1966. En aquella plaza porlamarense me di cuenta que estaba entre periodistas. Antes mis palabras sufrieron el rigor de la corrección de quien más tarde fuera el Cronista del pueblo. Me alentó a no detener el camino. Y miren que desde entonces no he sido más que un humilde reportero que aún sigue tras de la verdad. Por eso, en este 27 de julio, cuando han transcurrido 86 años de tu primer respiro, abro mis puertas, no para recibirte, sino para entrar en ti, a tus indescriptibles gritos en la hondonada, saborear tu ron, sentarnos al recodo del camino, seguir imaginando la esperanza de nuestra gente, llorar si es necesario por ella, emborracharnos un poco en cada casa, escuchar el cuento del pan de cada día, abrir la caja de la ignorancia y liberar nuestras letras en honor a las nuevas generaciones, así tengamos sólo que ganarnos una eternidad sin nombre.